Tenía la mirada clavada en ella, la veía sufriendo ahí
recostada… agonizando, un sufrimiento demasiado frío y acusador que bien sabía,
no lo dejaría dormir durante el resto de sus días.
Mirando a su
alrededor vislumbró destrucción en todo su apogeo sintiendo así, desolación,
enfado, miedo, todo tipo de sentimientos característicos de un humano
desconectado del raciocinio y conectado con su lado animal. En forma de viento,
la calma intentaba consolarlo, se preguntaba cómo llegó ahí sin tener la más
mínima miga de pan que le guiara por el camino.
Sus ojos dejaban ver una telaraña rojiza delatora de cansancio,
miró su mano, tenía un trozo de cristal de una ventana recién rota, ese calor
emanado provenía de la sangre escurridiza y cálida liberada por su mano al
cerrar el puño por acto reflejo del miedo pero no sentía dolor debido al clima álgido.
Después de familiarizarse con el entorno, bajó la mirada
para contemplarla recostada, (era la esperanza quien estaba agonizante), miró
fijamente a esa esperanza tendida en el suelo, la recordó en sus mejores
tiempos, fuerte e imponente. ¿Quién pensaría verla en esas condiciones ahora?
Un pensamiento oscuro se apoderó de él, “la esperanza
siempre muere al último, pero ¿si acabo con ella antes?, demostraré que soy
superior”, mil veces pensó lo mismo hasta el punto de querer arrancarse la
cabeza y arrojarla lejos. Sin más preámbulos apretó fuerte el trozo de cristal,
lo elevó hasta alcanzar una altura donde el sol se proyectaba en diversos
colores a través del vidrio (la esperanza lo veía fijamente pero con debilidad),
clavó el cristal justo en su propio estómago, él no pudo asesinarla, se clavó
el cristal así mismo porque creyó que la esperanza siempre debía morir al
último, aunque siempre estuviera agonizante, la esperanza debe morir al último.
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