Ella se sentía culpable al ver lo que había hecho empero no
se arrepentía de lo sucedido. El aire con sabor a sal revuelto con humedad del
atardecer la bañaban en culpa, una sudoración extenuante le desgastaba las
ideas girando en sus pensamientos, un carrusel que se repetían una y otra vez
en su laberinto de memorias. Las personas no mueren de amor, dicen, ella
demostró lo contrario, cuando detonó el beso con su lengua como percutor sobre
la frente de aquel inocente muchacho enamorado, sus labios aún desprendían olor
a pólvora quemada. Usó el cariño como silenciador para disparar ese beso con la
punta de sus labios, el beso expansivo se ramificó a través de todas sus
neuronas dejando esquirlas de luz tenue, raíces secas de un árbol con
anterioridad frondosas. No hubo testigos, por lo tanto no se le acusó. Ella
sabía que la decisión fue tomada por parte del muchacho, le insistió tanto a
ella jugando a una especie de ruleta rusa, fue ingenuo creyendo que esos labios
eran inofensivos.
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